La joven arqueóloga se enjuga el sudor de la cara y con un leve temblor de manos extrae los tres pequeños guijarros de piedra que ha pasado horas perfilando con una brocha en el fondo de la cueva. Tras anotar cuidadosamente el hallazgo y su posición, los sostiene sobre la palma de su mano y los mira pensativa. Por el estrato donde han aparecido calcula que pueden tener unos 22.000 años de antigüedad. No presentan marcas especiales. Tienen idéntico peso y dimensiones. Pero… ¿qué son realmente? ¿para qué servían? ¿por qué están allí?
Llega en su ayuda una disciplina de relativa reciente creación: ¡la Arqueología experimental!
Llega en su ayuda una disciplina de relativa reciente creación: ¡la Arqueología experimental!
Mientras que la Arqueología tradicional se ocupa principalmente de establecer los hechos que sucedieron en el pasado mediante las huellas físicas que nos dejaron nuestros ancestros, la Arqueología experimental, a la cual podemos incardinar dentro de las Ciencias Sociales, trata de reproducir el modo de vida de aquellos para que podamos interpretar correctamente esas huellas. No podemos obviar que gran parte de los materiales que usaron nuestros antepasados se fueron descomponiendo con el paso de los siglos. La humedad, los microorganismos o la propia acción humana fueron haciendo su trabajo y así desapareció casi todo lo fabricado, en todo o en parte, con maderas, pieles, resinas, etc… Y ante un objeto desconocido (¡las herramientas prehistóricas nos suelen llegar sin manual de instrucciones!) cabe preguntarse ¿Era un adorno? ¿Un amuleto? ¿Una herramienta? ¿Parte de una herramienta? Por eso se hace necesaria una disciplina auxiliar que formule hipótesis (empleando nunca la fantasía sino dosis de imaginación coherente y documentada) sobre la naturaleza de un determinado objeto, para qué sirve, cómo se fabricó, etc… Y que, una vez elaborada esa teoría, pase a la práctica mediante la experimentación hasta dar con algún resultado satisfactorio.
Pero la Arqueología experimental no se agota en esta función investigadora de apoyo a la Arqueología “clásica” sino que cumple un no menos importante objetivo: recrear las condiciones de vida de nuestros antepasados con fines didácticos y divulgativos. Por ello suelen ser los equipos didácticos de los Museos y yacimientos, así como las empresas especializadas del sector, quienes se encargan de mostrar a las comunidades escolares y demás público interesado cómo se tallaba un bifaz, cómo se encendía una hoguera hace diez mil años o cómo se plasmaba una mano sobre la pared de una cueva. En Arqueoeduca vamos un poco más allá y nos interesa, más allá de la mera demostración o exhibición, que pequeños y adultos participen en nuestros talleres de forma activa, experimentando y sintiendo junto a nosotros cómo eran las condiciones de vida durante el paleolítico. Una forma más directa, empática y eficaz de divulgar nuestro Patrimonio y despertar la pasión por la Historia.
¿Y nuestra amiga arqueóloga? Tras revisar sus conocimientos de Etnoarqueología (disciplina no menos importante de la que hablaremos en otra ocasión) y dar un repaso mental a objetos parecidos aún usados por algunas comunidades humanas del planeta, buscó junto a un río tres guijarros similares. Probó a coser cada uno de ellos dentro de un trozo de piel y después a unirlos entre sí mediante tiras de cuero. Sonrió, y horas más tarde ya conseguía disparar su boleadora con cierta puntería.